En relación con estas simas hay entre los habitantes del pueblo una especie de superstición que las hace temibles, por existir en ellas algo misterioso y sobrenatural. En la imaginación popular son insondables, pobladas por raros y misteriosos seres, habitantes de las profundidades de la tierra y, por lo mismo, pretender bajar a ellas es una locura además de un suicidio. Se dice que varias personas que intentaron el descenso amarradas a largas y resistentes cuerdas, al llegar a una determinada profundidad, pidieron a gritos llenas de terror a quienes las ayudaban en la tarea que las izaran rápidamente, llegando a la superficie, en ocasiones, completamente desmayadas.

Una vez, un atrevido forastero que se mofaba del respeto y terror que entre los trevagueños inspiraban dichas simas, se aventuró a bajar a ellas, por su propia cuenta y sin ninguna compañía. Sucedió que el sujeto bajó, sí, pero que jamás volvió a aparecer ni vivo ni muerto y que todos los artefactos y cuerdas usados para el descenso fueron encontrados sin desperfecto alguno a la entrada de la sima.

Asimismo, la tradición popular asegura que en este lugar se encontraron antiquísimas vasijas llenas de monedas de oro pertenecientes al tesoro de un convento de monjes templarios, cuyas ruinas se encuentran no lejos de allí. También se dice que las almas de esos desgraciados monjes aún vagan en las profundidades de las simas, vigilando celosamente su tesoro. Respecto a la destrucción de este convento y del trágico destino de sus monjes, existe otra leyenda.

Por otra parte, a estas cuevas también se les hace habitación y morada de los Isabelitos, bandidos que a principios del pasado siglo aterrorizaron a los habitantes de esta comarca con sus fechorías.

En cierta ocasión, para tranquilidad de los vecinos de Trébago, se determinó hacer una investigación a fondo de las simas para ver qué había de verdad en todos sus misterios. A tal efecto se pidió un voluntario valiente que acometiese la empresa de bajar y hacer una detenida exploración de lo que hubiere en ellas.

Ayudado por otros vecinos, fue amarrado cuidadosamente. Y provisto, además, de buenas antorchas para poder ver mejor lo que aconteciese a su alrededor, inició el descenso. Cuentan que, apenas había traspuesto la zona iluminada por la luz del día, comenzó a oír en torno suyo tal algarabía de horrísonos aullidos y gritos tan lastimeros y dolientes que, de inmediato, solicitó a los que habían quedado en la superficie le subieran lo más rápidamente posible.

Interrogado acerca de lo que había sucedido, no pudo declarar nada coherente. Solamente de entre la confusión de tantos y tan variados ruidos y gritos llegó a percibir, no muy claramente, unas palabras pronunciadas por una voz lúgubre y cavernosa que decía: "María, saca los cedazos".

Ante tan evidentes pruebas de que en aquel lugar sucedía algo extraordinario e insólito, los que habían planeado la aventura optaron por dejar las cosas como estaban y no meterse en más averiguaciones por si acaso les alcanzaba algún maleficio, como los que suponían mortificaban a las almas de los antiguos monjes templarios. Aún, hoy día, estas cuevas siguen ejerciendo una atracción misteriosa para todo aquél que conoce su leyenda y se aventura a pasar por sus alrededores.

 


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